LA INFANCIA NARRADA I. Ser niño en el XIX: entre la injusticia…

José María de Pereda, escritor realista, refleja en sus novelas la falta de condiciones higiénicas en las que vivía gran parte de la población española del siglo XIX, situación que repercutía sobre todo en los niños.
La mortalidad infantil en España a finales del XIX y comienzos del XX era dramática: uno de cada cinco recién nacidos moría antes de cumplir un año y dos no llegaban a cumplir los cinco años. Esto, unido a la proliferación de enfermedades como la tuberculosis, la viruela o la difteria, nos da un triste e injusto panorama de lo que consistía el vivir cotidiano de niños y jóvenes de entonces.
En “La leva”, cuadro costumbrista incluido en Escenas montañesas, dibuja Pereda un Santander así:

Enfrente de la habitación en que escribo estas líneas hay un casucho de miserable aspecto. Este casucho tiene tres pisos. El primero se adivina por tres angostísimas ventanas abiertas a la calle. Nunca he podido conocer los seres que viven en él. El segundo tiene un desmantelado balcón que se extiende por todo el ancho de la fachada. El tercero le componen dos buhardillones independientes entre sí. En el de mi derecha vive, digo mal, vivía hace pocos días, un matrimonio, joven aún, con algunos hijos de corta edad. El marido era bizco, de escasa talla, cetrino, de ruda y alborotada cabellera; gastaba ordinariamente una elástica verde remendada y unos pantalones pardos, rígidos, indomables ya por los remiendos y la mugre. Llamábanle de mote el Tuerto. La mujer no es bizca como su marido, ni morena; pero tiene los cabellos tan cerdosos como él, y una rubicundez en la cara, entre bermellón y chocolate, que no hay quien la resista. Gasta saya de bayeta anaranjada, jubón de estameña parda y pañuelo blanco a la cabeza. Los chiquillos no tienen fisonomía propia, pues como no se lavan, según es el tizne con que primero se ensucian, así es la cara con que yo los veo. En cuanto a traje, tampoco se le conozco determinado, pues en verano andan en cueros vivos, o se disputan una desgarrada camisa que a cada hora cambia de poseedor. En invierno se las arreglan, de un modo análogo, con las ropas de desperdicio del padre, con un refajo de la madre, o con la manta de la cama.
El Tuerto era pescador; su mujer es sardinera, y los niños... viven de milagro.

Pero la injusticia social en la infancia no se provocaba sólo por cuestiones económicas. Porque entre la población con más recursos se producían en la segunda mitad del siglo XIX también, debidas a otras causas, situaciones injustas inadmisibles hoy día, como la discriminación de la mujer, que limitaba sus expectativas a ser meramente buen ama de casa y buena esposa y madre.
En De tal palo, tal astilla, nos lo describe Pereda:

La educación de Águeda, la formación de aquel hermoso carácter de que ya hemos oído hablar, fue la grande obra de su vida, tarea en que, de ordinario, tantos desvelos se malograron por falta de tacto. Cera es la infancia, que así se deshace con el calor excesivo, como se endurece con el frío extremado. Conservarla en el grado preciso para que pueda tomar la forma deseada, sin que se quiebre o se deshaga entre las manos, es el misterio del arte de la educación. Con este tino consiguió la discreta señora dirigir a su gusto el corazón y la inteligencia de su hija hasta formarla por completo a su semejanza. Verdad que se prestaba a ello la dócil masa de la despierta niña; pero en esa misma docilidad estaba el riesgo cabalmente.
Que esta educación se fundó sobre los cimientos de la ley de Dios, sin salvedades acomodaticias ni comentarios sutiles, se deduce de lo que sabemos de la maestra, aunque está de más afirmarlo tratándose de una ilustre casa de la Montaña, todas ellas, como las más humildes, regidas por la misma ley inalterada e inalterable. En lo que se distinguió esta madre de otras muchas madres en casos idénticos, fue en su empeño resuelto de explicar a su hija la razón de las cosas para acostumbrarla, en lo de tejas arriba, a considerar las prácticas, no como deberes penosos y maquinales, sino como lazos de unión entre Dios y sus criaturas; a tomarlas como una grata necesidad del espíritu, no siempre y a todas horas como una mortificación de la carne rebelde. De este modo, es decir, con la fuerza del convencimiento racional, arraigó sus creencias en el corazón. Así es la fe de los mártires; heroica, invencible, pero risueña y atractiva; ciega, en cuanto a sus misterios, no en cuanto a la razón de que éstos sean impenetrables y creíbles. Es de gran monta esta distinción que no quiere profundizar la malicia heterodoxa, y de que tampoco sabe darse clara cuenta la ortodoxia a puño cerrado.
Por un procedimiento análogo, es decir, estimulando la natural curiosidad de los niños, consiguió doña Marta inclinar la de su hija, en lo de puro adorno y cultura mundana, al lado conveniente a sus propósitos; y una vez en aquel terreno, la condujo con suma facilidad desde el esbozo de las ideas al conocimiento de las cosas. Libros bien escogidos y muy adecuados, la ayudaban en tan delicada tarea; al cabo de la cual, Águeda halló su corazón y su inteligencia dispuestos al sentimiento y a la percepción, único propósito de su madre, pues no quería ésta a su hija erudita, sino discreta; no espigaba la mies, preparaba el terreno y le ponía en condiciones de producir copiosos frutos, sanos y nutritivos, depositando en él buena semilla.