LA INFANCIA NARRADA II. Ser niño en el XIX: …y las malas escuelas

La escolarización de la población era, a mediados y finales del XIX, muy deficiente, y mucho más grave esto en Santander que en el resto de la provincia.
En la capital, la falta de plazas escolares hacía que un importante número de niños no pudiera asistir nunca a la escuela.
En “El raquero”, también incluido en Escenas montañesas, dice Pereda:

Cafetera nació en la calle Alta...
Su infancia rodó tranquila por todos los escalones, portales y basureros de la vecindad.
No hay contusión, descalabro ni tizne que su cuerpo no conociera prácticamente; pero jamás en él hicieron mella el sarampión, la alfombrilla, la gripe, la escarlata ni cuantas plagas afligen a la culta infantil humanidad. Solamente la sarna y las viruelas pudieron vencer aquel pellejo; con la primera perdió la mitad de los cabellos; con las segundas ganó los innúmeros relieves de su cara.
(…)
Siete años contaría, cuando su madre, conociendo por la chispa de que ya se hizo mención y por proezas análogas, que era apto para las fatigas del mundo, comenzó a darle los tres mendrugos diarios de pan envueltos en soplamocos y puntapiés. Cafetera, que no era lerdo, comprendió al punto hasta dónde alcanzaba su privanza y lo que podía esperar de sus dioses lares; y como, por otra parte, sus libérrimos instintos se le habían revelado diferentes veces hablando con sus compañeros sobre la vida raqueril, se decidió por el arte…

Y los niños que sí tenían plaza en alguna escuela, lo hacían en locales que, salvo excepciones, no reunían las condiciones mínimas de salubridad, y atendidas las más de las veces por maestros poco preparados. En “Los chicos de la calle”, incluido dentro de Tipos y paisajes, nos relata Pereda:

Son alumnos de la escuela de balde; y aunque concurren a ella dos o, a lo sumo, tres veces al mes, llevan siempre al costado, y pendiente de un hiladillo azul, una cartera o bolsa de lienzo manchada de tinta, que contiene un Amigo de los niños; una pluma reseca y abierta de puntos; un pliego de papel rayado para planas de segunda o, cuando más, de cuarta, la mitad de ellas en blanco y la otra mitad escritas, todas éstas corregidas por el maestro con la calificación de «pésimo» entre unas cuantas crucecitas que significan otros tantos palmetazos, ya cobrados; y, por último, un cuaderno, de hechura casera, para cuentas, con forro de papel de estraza.
(…)
Cuando éstos juegan a la pelota o a la birla, tienen un par de centinelas de vista que a cada paso les interrumpen la diversión con el grito alarmante de ¡agua!, señal infalible de que la policía se acerca.
Otras veces, en medio de la escena más deliciosa, se les aparece una mujer descalza y mal ataviada, por lo común encinta: es la madre de uno de ellos. Coge a su hijo por donde le alcanza, y así le arrastra, administrándole de vez en cuando injurias y puntapiés, hasta la escuela. Abre la puerta, llama al maestro y le hace entrega del objeto con estas palabras:
-Ahí está: mátemele usted...
El pedagogo administra a buena cuenta un par de bofetones al chico, y más tarde cumple en él casi todo el mandato de su madre.