LA INFANCIA VIVIDA I. Sus primeros años: el ambiente rural de Polanco

La infancia de José María de Pereda transcurre en dos ambientes muy diferentes.
Hasta los diez años, vive en Polanco, lugar donde había nacido un 6 de febrero de 1833.
En Polanco, pueblo agricultor y ganadero, nos imaginamos a un José María, a pesar de ser un niño enfermizo y de su condición hidalga, llevando una vida como la de los demás niños de esa aldea, con sus mismos juegos y entretenimientos, casi todos por el campo.
Esa primera infancia en Polanco, que le marcó para siempre, él mismo nos la describe en su novela Pedro Sánchez al relatar lo que hacían los niños que, como él, crecían en ambientes rurales:

…me gustó siempre tocar las campanas a vísperas los domingos y fiestas de guardar, y al mediodía casi todos los de la semana, “acechar” nidos, jugar a la cachurra, coger “mayuetas”, o fresas silvestres, en el monte; saltar las huertas, apedrear los nogales; calar la “sereña” en la cercana costa; hacer, en fin, cuanto hacer pudiera el más ágil, más duro y más revoltoso muchacho de mi lugar.

A pesar de que José María de Pereda, cuando lo abandone para trasladarse con su familia a Santander, ya no volverá a vivir nunca más de forma continuada en Polanco, aquí se construye él en 1872 una casa nueva (sede del actual centro de la Consejería de Educación del Gobierno de Cantabria dedicado a la recuperación del pasado escolar: el Centro de Recursos, Interpretación y Estudios de la Escuela -CRIEME-). En esa casa pasa los veranos y es donde escribe gran parte de sus obras; y donde también es visitado por amigos como Marcelino Menéndez Pelayo, el pintor Fernando Pérez del Camino, el crítico literario José María Quintanilla, Gumersindo Laverde… y Pérez Galdós.
Su amistad con Benito Pérez Galdós fue más fuerte que las diferencias ideológicas que los separaban. Como prueba de su amistad, el escritor canario regaló un laurel a Pereda para la finca que rodeaba la casa nueva de Polanco. Ese laurel plantado por Pérez Galdós aún se conserva junto al muro sur del actual parque, con una lápida explicando su origen.
Cuando en 1906 fallece José María de Pereda en Santander, es enterrado en el cementerio de Polanco, en esa loma desde donde se puede ver, a la derecha, el mar Cantábrico, abajo el pueblo que tanto amó, y más allá las montañas, que compusieron, como en El sabor de la tierruca, el fondo de muchas de sus novelas:

(…) En primer término, una extensa vega de praderas y maizales, surcada de regatos y senderos; aquéllos arrastrándose escondidos por las húmedas hondonadas; éstos buscando siempre lo firme en los secos altozanos. Por límite de la vega, de Este a Oeste, una ancha zona de oteros y sierras calvas; más allá, altos y silvosos montes con grandes manchas verdes y sombrías barrancas; después montañas azuladas; y todavía más lejos, y allá arriba, picos y dientes plomizos recortando el fondo diáfano del horizonte.
Subiendo sin fatiga por la ladera, y a poco más de cincuenta varas de la fuente, de la cajiga y del asiento, se llega al borde de una amplísima meseta, sobre la cual se desparrama un pueblo, entre grupos de frutales, cercas de fragante seto vivo, redes de camberones, paredes y callejas; pueblo de labradores montañeses, con sus casitas bajas, de anchos aleros y hondo soportal; la iglesia en lo más alto, y tal cual casona, de gente acomodada o de abolengo, de larga solana, recia portalada y huerta de altos muros.
A su tiempo sabrá el lector cuanto le importe saber de este pueblo, que se llama Cumbrales

LA INFANCIA VIVIDA II. El cambio a la ciudad: Santander

A los diez años, José María de Pereda se traslada a vivir con su familia a Santander. Y cambia los juegos entre prados y frutales por otros en una ciudad que, aunque no llegaba entonces a los veinte mil habitantes, representaba un modo de vida urbano muy diferente del ambiente rural de Polanco.
Y en la capital de la provincia vivirá José María de Pereda, salvo breves periodos en que lo hace en Madrid, el resto de su vida.
El pequeño José María ha dejado los horizontes abiertos de la aldea de Polanco por las correrías en torno a las calles de Santander y a su puerto, muy importante entonces en su tráfico de ultramar. Estas experiencias se le grabaron firmemente en su memoria, y provocan la nostalgia de aquel tiempo que aparece en una de sus más importantes novelas, Sotileza:

(…) …el Santander de aquellos muchachos decentes, pero muy mal vestidos que, con bozo en la cara todavía, jugaban al bote en la plaza Vieja, y hoy comienzan a humillar la cabeza al peso de las canas, obra, tanto como de los años, de la nostalgia de las cosas veneradas que se fueron para nunca más volver; del Santander que yo tengo acá dentro, muy adentro, en lo más hondo de mi corazón, y esculpido en la memoria de tal suerte, que a ojos cerrados me atrevería a trazarle con todo su perímetro, y sus calles, y el color de sus piedras, y el número, y los nombres y hasta las caras de sus habitantes; de aquel Santander, en fin, que a la vez que motivo de espanto y mofa para la desperdigada y versátil juventud de hogaño, que le conoce de oídas, es el único refugio que le queda al arte cuando con sus recursos se pretende ofrecer a la consideración de otras generaciones algo de lo que hay de pintoresco, sin dejar de ser castizo, en esta raza pejina que va desvaneciéndose entre la abigarrada e insulsa confusión de las modernas costumbres.

Ya de adulto, en Santander su vida no fue, como podemos pensar de alguien del siglo XIX, lenta y tranquila, sino bastante intensa. Perteneció a los consejos de administración del Banco de Santander y de la Caja de Ahorros, intervino en la creación de las Escuelas Salesianas, tuvo que atender negocios familiares (como la fábrica “La Rosario”, al comienzo de la actual calle Canalejas, que producía, entre otras cosa, velas de cera y pastillas de jabón) y realizó viajes por España y por varios países europeos.
Participante activo, así mismo, en la vida política, en 1871 fue elegido diputado a Cortes por el distrito de Cabuérniga.
Aparte de novelista, escribe artículos en periódicos y revistas, participa en tertulias y mantiene una numerosa correspondencia con personas relevantes de la época.
Por ello, busca en los veranos la tranquilidad que le da la casa nueva que se construyó en Polanco para escribir en el retiro de ese lugar sobre el prado Trascolina.
Se casó José María de Pereda en 1869 con Diodora de la Revilla, y el matrimonio tuvo ocho hijos, de los que cinco llegaron a adultos. Aunque el mayor, Juan Manuel, falleció cuando sólo contaba con veintitrés años. El más pequeño, Vicente, heredó de su padre la disposición para la literatura. Éste, nos describe así a José María de Pereda:

(…) …una mezcla de tradicionalismo castellano y genealógico, acentuado por una juventud de hogar campestre, hábitos de serenidad, lecturas familiares del P. Granada y ejemplos vivos de fortaleza. Sobre todo esto, de una estructura mental forjada para los conceptos primarios y hostil hacia las corrientes metafísicas.

LA INFANCIA NARRADA I. Ser niño en el XIX: entre la injusticia…

José María de Pereda, escritor realista, refleja en sus novelas la falta de condiciones higiénicas en las que vivía gran parte de la población española del siglo XIX, situación que repercutía sobre todo en los niños.
La mortalidad infantil en España a finales del XIX y comienzos del XX era dramática: uno de cada cinco recién nacidos moría antes de cumplir un año y dos no llegaban a cumplir los cinco años. Esto, unido a la proliferación de enfermedades como la tuberculosis, la viruela o la difteria, nos da un triste e injusto panorama de lo que consistía el vivir cotidiano de niños y jóvenes de entonces.
En “La leva”, cuadro costumbrista incluido en Escenas montañesas, dibuja Pereda un Santander así:

Enfrente de la habitación en que escribo estas líneas hay un casucho de miserable aspecto. Este casucho tiene tres pisos. El primero se adivina por tres angostísimas ventanas abiertas a la calle. Nunca he podido conocer los seres que viven en él. El segundo tiene un desmantelado balcón que se extiende por todo el ancho de la fachada. El tercero le componen dos buhardillones independientes entre sí. En el de mi derecha vive, digo mal, vivía hace pocos días, un matrimonio, joven aún, con algunos hijos de corta edad. El marido era bizco, de escasa talla, cetrino, de ruda y alborotada cabellera; gastaba ordinariamente una elástica verde remendada y unos pantalones pardos, rígidos, indomables ya por los remiendos y la mugre. Llamábanle de mote el Tuerto. La mujer no es bizca como su marido, ni morena; pero tiene los cabellos tan cerdosos como él, y una rubicundez en la cara, entre bermellón y chocolate, que no hay quien la resista. Gasta saya de bayeta anaranjada, jubón de estameña parda y pañuelo blanco a la cabeza. Los chiquillos no tienen fisonomía propia, pues como no se lavan, según es el tizne con que primero se ensucian, así es la cara con que yo los veo. En cuanto a traje, tampoco se le conozco determinado, pues en verano andan en cueros vivos, o se disputan una desgarrada camisa que a cada hora cambia de poseedor. En invierno se las arreglan, de un modo análogo, con las ropas de desperdicio del padre, con un refajo de la madre, o con la manta de la cama.
El Tuerto era pescador; su mujer es sardinera, y los niños... viven de milagro.

Pero la injusticia social en la infancia no se provocaba sólo por cuestiones económicas. Porque entre la población con más recursos se producían en la segunda mitad del siglo XIX también, debidas a otras causas, situaciones injustas inadmisibles hoy día, como la discriminación de la mujer, que limitaba sus expectativas a ser meramente buen ama de casa y buena esposa y madre.
En De tal palo, tal astilla, nos lo describe Pereda:

La educación de Águeda, la formación de aquel hermoso carácter de que ya hemos oído hablar, fue la grande obra de su vida, tarea en que, de ordinario, tantos desvelos se malograron por falta de tacto. Cera es la infancia, que así se deshace con el calor excesivo, como se endurece con el frío extremado. Conservarla en el grado preciso para que pueda tomar la forma deseada, sin que se quiebre o se deshaga entre las manos, es el misterio del arte de la educación. Con este tino consiguió la discreta señora dirigir a su gusto el corazón y la inteligencia de su hija hasta formarla por completo a su semejanza. Verdad que se prestaba a ello la dócil masa de la despierta niña; pero en esa misma docilidad estaba el riesgo cabalmente.
Que esta educación se fundó sobre los cimientos de la ley de Dios, sin salvedades acomodaticias ni comentarios sutiles, se deduce de lo que sabemos de la maestra, aunque está de más afirmarlo tratándose de una ilustre casa de la Montaña, todas ellas, como las más humildes, regidas por la misma ley inalterada e inalterable. En lo que se distinguió esta madre de otras muchas madres en casos idénticos, fue en su empeño resuelto de explicar a su hija la razón de las cosas para acostumbrarla, en lo de tejas arriba, a considerar las prácticas, no como deberes penosos y maquinales, sino como lazos de unión entre Dios y sus criaturas; a tomarlas como una grata necesidad del espíritu, no siempre y a todas horas como una mortificación de la carne rebelde. De este modo, es decir, con la fuerza del convencimiento racional, arraigó sus creencias en el corazón. Así es la fe de los mártires; heroica, invencible, pero risueña y atractiva; ciega, en cuanto a sus misterios, no en cuanto a la razón de que éstos sean impenetrables y creíbles. Es de gran monta esta distinción que no quiere profundizar la malicia heterodoxa, y de que tampoco sabe darse clara cuenta la ortodoxia a puño cerrado.
Por un procedimiento análogo, es decir, estimulando la natural curiosidad de los niños, consiguió doña Marta inclinar la de su hija, en lo de puro adorno y cultura mundana, al lado conveniente a sus propósitos; y una vez en aquel terreno, la condujo con suma facilidad desde el esbozo de las ideas al conocimiento de las cosas. Libros bien escogidos y muy adecuados, la ayudaban en tan delicada tarea; al cabo de la cual, Águeda halló su corazón y su inteligencia dispuestos al sentimiento y a la percepción, único propósito de su madre, pues no quería ésta a su hija erudita, sino discreta; no espigaba la mies, preparaba el terreno y le ponía en condiciones de producir copiosos frutos, sanos y nutritivos, depositando en él buena semilla.

LA INFANCIA NARRADA II. Ser niño en el XIX: …y las malas escuelas

La escolarización de la población era, a mediados y finales del XIX, muy deficiente, y mucho más grave esto en Santander que en el resto de la provincia.
En la capital, la falta de plazas escolares hacía que un importante número de niños no pudiera asistir nunca a la escuela.
En “El raquero”, también incluido en Escenas montañesas, dice Pereda:

Cafetera nació en la calle Alta...
Su infancia rodó tranquila por todos los escalones, portales y basureros de la vecindad.
No hay contusión, descalabro ni tizne que su cuerpo no conociera prácticamente; pero jamás en él hicieron mella el sarampión, la alfombrilla, la gripe, la escarlata ni cuantas plagas afligen a la culta infantil humanidad. Solamente la sarna y las viruelas pudieron vencer aquel pellejo; con la primera perdió la mitad de los cabellos; con las segundas ganó los innúmeros relieves de su cara.
(…)
Siete años contaría, cuando su madre, conociendo por la chispa de que ya se hizo mención y por proezas análogas, que era apto para las fatigas del mundo, comenzó a darle los tres mendrugos diarios de pan envueltos en soplamocos y puntapiés. Cafetera, que no era lerdo, comprendió al punto hasta dónde alcanzaba su privanza y lo que podía esperar de sus dioses lares; y como, por otra parte, sus libérrimos instintos se le habían revelado diferentes veces hablando con sus compañeros sobre la vida raqueril, se decidió por el arte…

Y los niños que sí tenían plaza en alguna escuela, lo hacían en locales que, salvo excepciones, no reunían las condiciones mínimas de salubridad, y atendidas las más de las veces por maestros poco preparados. En “Los chicos de la calle”, incluido dentro de Tipos y paisajes, nos relata Pereda:

Son alumnos de la escuela de balde; y aunque concurren a ella dos o, a lo sumo, tres veces al mes, llevan siempre al costado, y pendiente de un hiladillo azul, una cartera o bolsa de lienzo manchada de tinta, que contiene un Amigo de los niños; una pluma reseca y abierta de puntos; un pliego de papel rayado para planas de segunda o, cuando más, de cuarta, la mitad de ellas en blanco y la otra mitad escritas, todas éstas corregidas por el maestro con la calificación de «pésimo» entre unas cuantas crucecitas que significan otros tantos palmetazos, ya cobrados; y, por último, un cuaderno, de hechura casera, para cuentas, con forro de papel de estraza.
(…)
Cuando éstos juegan a la pelota o a la birla, tienen un par de centinelas de vista que a cada paso les interrumpen la diversión con el grito alarmante de ¡agua!, señal infalible de que la policía se acerca.
Otras veces, en medio de la escena más deliciosa, se les aparece una mujer descalza y mal ataviada, por lo común encinta: es la madre de uno de ellos. Coge a su hijo por donde le alcanza, y así le arrastra, administrándole de vez en cuando injurias y puntapiés, hasta la escuela. Abre la puerta, llama al maestro y le hace entrega del objeto con estas palabras:
-Ahí está: mátemele usted...
El pedagogo administra a buena cuenta un par de bofetones al chico, y más tarde cumple en él casi todo el mandato de su madre.